viernes, 12 de febrero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Richard Ford



"Un buen cocinero español
es cosa rara"



A finales de octubre de 1830, el caballero Richard Ford, de Londres, arribó a Cádiz con su esposa Harriet y sus tres hijos. No era un viaje de placer: ella padecía de los pulmones y su médico le había recetado el aire cálido de España. Ford dejó a su familia en Sevilla y durante tres años viajó por toda la Península, moviéndose, hablando, vistiendo y comiendo como sus naturales. Y todo lo anotó y bocetó.

Los Ford vinieron a España en plena Década ominosa (1823-33), los diez años de gobierno absoluto y corrupto de Fernando VII, después del trienio constitucional. Volvieron a Inglaterra a finales de 1833, cuando ya se olía la pólvora de la Primera Guerra Carlista, otra guerra de sucesión que dividió a España. Doce años después, Richard Ford, casado en segundas nupcias con Eliza Cranstoun, publicó una guía de viajes en dos volúmenes, con más de mil páginas: The Hand-Book for Travellers in Spain, and Readers at Home, uno de los libros más hermosos sobre España jamás escrito por un extranjero. Pero también uno de los más sinceros. Fue un éxito. La segunda edición la publicó en un solo volumen; el material desechado formó parte de otra obra: Cosas de España, que hoy puedes encontrar publicado en castellano. Azorín dijo de él que es "el libro escrito en el extranjero más minucioso, más exacto, más sagaz, más analizador sobre España, pero también el más acre, el más tremendo".

En otro de sus libros sobre nuestro país, Los españoles y la guerra, nos resumió así: "Tierra desgraciada por la que Dios ha hecho tanto y el hombre tan poco". Volveré a Ford más de una vez en estos GUIRIS CON PUÑETAS, pero en la entrada de hoy me concentraré en lo que el británico opinaba sobre nuestra cocina, la de entonces, claro.

Richard Ford (1796-1858) comienza así el apartado gastronómico de su guía española: "Se necesitaría demasiado espacio para exponer y digerir propiamente los méritos de la cocina española". Vaya, no es mal principio, ¿pero qué requisitos se exigían a un criado con vocación para los fogones?: 
"Para ser un buen cocinero, cosa rara en España, es preciso no solo conocer el gusto del señor, sino ser capaz de sacar partido de cualquier cosa [...] no hay nada tan ridículo en un cocinero, lo mismo que en cualquier otra persona, como querer aparentar lo que no se es".


Lo más criticable en un cocinero español, según Ford, era el ansia de imitar lo extranjero, especialmente lo francés, "de la misma manera que sus necios aristócratas destrozan su gloriosa lengua, sustituyéndola con lo que ellos suponen excelente parisién, que suelen hablar comme des vaches espagnoles ["como las vacas españolas"]".



Tal complejo de inferioridad gastronómica puede tener su raíz en las ácidas críticas de los maestros culinarios gabachos, que resumían así la magra dieta española:
"En el desayuno, un cucharadita de chocolate; en la comida, una cabeza de ajo empapada en agua; y en la cena, un cigarrillo de papel".
Dice el viajero inglés que nuestra cocina tiene su inspiración en Oriente, debido, sin duda, a la influencia árabe y judía. Y que, por escasez de leña y carbón, se basa en los guisos, que no necesitan tanto tiempo ni combustible como un buen asado inglés. Como la carne era mala -"los toros se crían para la plaza y los bueyes para el yugo"-, la salsa tiene una importancia capital: "Según los españoles, los herejes tenemos cien religiones y una salsa, manteca derretida, y ellos un credo y una salsa, siempre la misma: aceite, ajo, azafrán y pimentón". Su color era como todo en España, pardo: "De ese matiz es la capa, la casa de tierra, la mujer, la vaca, el burro".

Recomienda a los viajeros ingleses que viajen bien provistos de víveres y con un cocinero que sea tan previsor como un ama de llaves escocesa y resolutivo como un pícaro andaluz, listo para comer de los demás antes de que los demás coman de lo suyo:
"Todo el que viaje por la Península, a caballo o en coche, padecerá sed en las áridas llanuras y hambre en las peladas montañas, donde el que pide pan recibe piedras".
Y les sugiere que sigan la conveniente regla de los tunos españoles: "Si quieres comer conmigo, trae la comida contigo". Y con mucha más razón si debe hacer noche en una venta del camino, donde los criados del viajero tendrán que andar como Argos Panoptes, el gigante de los mil ojos: "Antiguamente, los viajeros de campanillas llevaban una olla de plata con llave y candado: el guardacena".




Richard Ford estima que "el genio culinario español" se condensa en la olla, que solo se hace bien en las casas acomodadas de Andalucía. ¿Qué es? Un cocido o, mejor aún, el cocido: verduras, legumbres y, en casas pudientes, todo tipo de carnes. Covarrubias la define así:
"Olla podrida, la que es muy grande y contiene en sí varias cosas, como carnero, vaca, gallinas, capones, longaniza, pies de puerco, ajos, cebollas, etc. [...] se cueze muy despacio, que casi lo que tiene dentro viene a deshazerse, y por esta razón se pudo decir podrida, como la fruta que se madura demasiado".
El Diccionario de Autoridades establecía que la olla era el cocido pobre y la olla podrida el rico, con muchas clases de carne. En realidad, podrida puede ser una deformación de "poderida", palabra tomada como "poderosa", tanto por el vigor alimenticio del plato como porque era propio de buenas y altas mesas, incluida la de palacio. Hablamos de un plato tan popular que solía decirse Después de Dios, la olla.



Poco tiempo antes de que el viajero inglés llegase a España, a finales del siglo XVIII, a las carnes cocidas de la olla se les empezó añadir tomate en salsa, que se sumó a las más tradicionales de comino o de mostaza.

Como el tocino es un ingrediente de la olla, Ford se extiende en describir la adoración que los españoles le tienen al cerdo, señal de limpieza de sangre, pues árabes y judíos no lo pueden ni oler. Llama a Extremadura la Jamonópolis española, y se escandaliza del abandono que sufre:
"El Gobierno de Madrid parece haberse olvidado hasta de la existencia de esta región, antiguo granero bajo los romanos y los moros, y abandonada hoy a la naturaleza, a la trashumancia, a la langosta y a los puercos".
Corto se queda, pues, en realidad, bajo el rey dizque Deseado, era toda España la desamparada por sus gobernantes. Ford compara el gusto de los cerdos por las dulces bellotas extremeñas con el hábito de las damas de comerlas, como si fueran golosinas, en los palcos de los teatros. Y remata con una paradoja:
"Los españoles, aun cuando excesivamente aficionados al cerdo, conservan el odio oriental al animal inmundo [...] Muy puerco para lo sucio [...] Muy cochina, una frase que no perdonaría una mujer [...] lo cual es un resabio de la influencia árabe".
Advierte a los viajeros contra el engaño de la manteca valenciana, mezcla de grasa de cerdo y ajo que no es el alimento que, como tal manteca, entienden los británicos. Junto con la olla sin apenas carne, señala los huevos como recurso de las mesas pobres, estrellados en aceite y acompañados, ¡cómo no!, con tocino. Alaba, y mucho, el buen gusto de los españoles al preparar la ensalada, que nunca aderezan hasta que la van a servir, para evitar que se ponga lacia.

Y menciona por fin el gazpacho, "especie de sopa vegetal" que los extranjeros "no digieren fácilmente, y no la necesitan tanto como los naturales del país, cuyas almas están más secas y apergaminadas y transpiran menos".

Como conclusión y recordatorio para viajeros en busca de experiencias exóticas -España era África para los súbditos de Su Graciosa Majestad-, Richard Ford se ufana de que "en los miles de leguas que hemos recorrido nosotros, no hemos sufrido la horrible privación, que hemos mantenido a respetable distancia por prestar una viva y constante atención al proverbio: hombre prevenido nunca fue vencido". Dáme pan y llámame tonto, o inglés.




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sábado, 6 de febrero de 2016

GUIRIS CON PUÑETAS


Madame D'Aulnoy
(y 2)



"Los españoles regalan bubas a sus esposas"



Te presenté a Madame D'Aulnoy, viajera francesa del siglo XVII, la semana pasada. Y te conté que en su libro Viaje por España en 1679 y 1680 nos explica con detalle cómo se drogaban y sufrían con la moda, entre otras costumbres, las españolas del Siglo de Oro. Hoy vas a saber cómo era la vida sentimental y sexual de aquellas damas.

La D'Aulnoy entra en España por la desembocadura del Bidasoa, fronteriza entre España y Francia. Allí se sorprende al conocer "una pequeña república independiente de barqueras", que bogan entre ambas orillas en chalupas "limpias y muy adornadas". Cada tripulación es de tres mujeres, con dos a los remos y una al timón:
"Altas, delgadas de cintura y de color moreno. Sus dientes son blanquísimos y admirables; su cabello, negro y lustroso, se lo peinan en trenzas muy adornadas con joyas y abalorios".
Las califica de "marineras seductoras que nadan como peces y no admiten en su particularísima sociedad a otras mujeres ni a ningún hombre". Tan independientes y seguras de sí son aquellas náyades que le dan una soberana paliza a uno de los criados de madame, un cocinero gascón que no tiene mejor ocurrencia que sobar a una de ellas. Faltó poco para que, además de partirle un remo en la cabeza, lo estrangularan.

Ya en tierra hispana, se maravilla de que las morenas y vivaces damas vasconas lleven "un lechoncito en brazos, como nosotras llevamos nuestros perritos falderos". Las mascotas van limpias y muy adornadas, pero, en cuanto las sueltan, "arman más barullo que un pelotón de diablos".



Pero unos días después, la viajera francesa tiene un encuentro más acorde con la realidad femenina del Siglo de Oro. Al llegar, ya de noche, a Madrigalejo del Monte, en la provincia de Burgos, un hombre sale al paso de madame D'Aulnoy, ¡¿un bandolero?! Nada más lejos, se trata de un caballero que le ruega que acoja en su alojamiento a otra dama, la marquesa viuda de los Ríos.


El asombro de la aristócrata pasa de un extremo al otro: "Es preciso que una mujer sea tan hermosa como ella para conservar algún encanto envuelta en aquellas negruras". Vestía una toca negra, un vestido negro, "negra la batista sin pliegues  hasta más abajo de la rodilla, negra la muselina que le tapaba la cabeza". Se tocaba con un sombrero de viaje, con anchas alas y, cómo no, de color negro. En fin, que imponía miedo "al más valiente".


El uso de mantos envolventes que no dejaban a la vista más que los ojos era una práctica medieval que continuó hasta finales del siglo XVII. En los viajes servían para mantener el rostro oculto a los rayos del sol y los vestidos a salvo del polvo del camino. Las viajeras llegaron a usar antifaces y caretas, como se ve en el cuadro de Van der Beken.

Madame D'Aulnoy se extiende en este punto sobre el luto de las damas españolas: "Deben llorar a lágrima viva la muerte del marido, a quien algunas veces no habrán amado mucho". La viuda de un noble debe pasar el primer año de su nueva condición "en una habitación tapizada de negro, donde no se deja entrar un solo rayo de sol". Al término del primer año, pasa a un habitación de alivio, sin pinturas, espejos o platería: "Estas contrariedades son muchas veces ocasión para que las damas ricas vuelvan a casarse sin más objeto que disfrutar libremente de su riqueza". 

La marquesa de los Ríos se dirigía al monasterio de las Huelgas, donde pensaba enclaustrarse: "Creo tener en el convento -le dijo la española- más trato mundano del que tengo ahora en mi propia casa". Así se entera madame D'Aulnoy de que las viudas nobles y muchas jóvenes de buena familia viven en los conventos con más lujo y desahogo que entre sus parientes.

De los escasos complementos de la marquesa viuda le llama la atención el rosario:
"Es de ver el uso constante que aquí se hace de él. Todas las damas llevan uno sujeto a la cintura, tan largo que poco falta para que lo arrastren por el suelo. Rezan al ir por la calle, y cuando juegan al tresillo y cuando hablan. Y hasta cuando enamoran, murmuran o mienten, rezan y recorren con sus dedos las cuentas del rosario".
El paisaje femenino que pinta la D'Aulnoy es, desde luego, tenebroso, o tenebrista, por coherencia con uno de los estilos pictóricos del XVII español. A punto de alcanzar Madrid, es invitada a alojarse en casa de don Agustín Pacheco, un hidalgo viejo casado en terceras nupcias con doña Teresa de Figueroa, joven bonita e ingeniosa de 17 años. ¡Ah!, y sobrina nieta del vejestorio. La francesa asiste, casi al mediodía, a la ceremonia de puesta de pie en el suelo de la moza: "Se calzó las chinelas y cerró la puerta porque había caballeros en la estancia contigua". A esas horas, estarían con el vermú, digo yo. Doña Teresa le explica que preferiría morir "antes que darles ocasión de verle un pie", de los que dice la D'Aulnoy que eran más pequeños que los de un niño de diez años.



Merece la pena detenerse aquí para explicar que los pies de una mujer eran considerados un colmo erótico en aquella España; las españolas, además, se ufanaban de sus pies chiquitos. Que una dama le enseñase un pie a un galán, a la vez que lo tuteaba, era equivalente a que un centinela traidor bajase el puente levadizo a los sitiadores. Aquel acto de suprema redención era conocido como "los últimos favores". Entiendo que, más bien, serían los penúltimos... Hay quien explica que de ahí viene la expresión "dar pie". Si consultamos el apartado de Dichos y refranes de la Fundación de la Lengua Española, indica que se refiere a la ayuda que se da a un jinete, trabando las manos por los dedos como si fueran un estribo. Pero el DRAE establece que también significa "ofrecer ocasión o motivo para algo".

Madame D'Aulnoy describe con detalle el ritual de aseo matutino de la joven esposa del hidalgo Pacheco: "Se puso colorete en las mejillas, en la barbilla, en los labios, en las orejas y en la frente, en las palmas de la manos y en los hombros". En apariencia, eso contradice los esfuerzos de las españolas por mostrarse pálidas al mundo, como ya conté en la entrada previa a esta. Pero no, la lividez no se contradice con el rubor, sino con el bronceado de la piel, más propio de una rústica que de una mujer de noble cuna. Y sigue:
"Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua de azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca".
Casadas y viudas han de cargar, por si fuera poca carga la que llevan, con un regalo que sus maridos les hacen al yacer con ellas la primera vez. 

Desde muy jóvenes, entre los doce y los catorce años, los españoles con hacienda mantienen "una afición", es decir, una manceba: "Y al casarse, nadie las abandona". Con dependencia de la alcurnia de sus patrocinadores, estas mancebas pueden mantener más de una relación.

En consecuencia, la recién desposada corre el riesgo, desde la primera noche en el tálamo, de ser contagiada con alguna enfermedad venérea portada por su marido: "Es fácil juzgar cuál debe de ser el regalo de boda ofrecido por un español a su adorada". Se refiere a lo que los portugueses llamaban mal español y los españoles mal francés, el mal de bubas, la sífilis.



Y el que no pueda mantener a una manceba, pues a la mancebía. Madame D'Aulnoy advierte sobre ciertas mujeres con las que los españoles aplacan sus pasiones...
... "con las cuales nadie puede tener trato ni relación, pues aquellas cuyo trato es fácil son mujeres tan perjudiciales y dañinas para la salud, que se necesita estar poseído por el demonio de la curiosidad para arriesgarse a satisfacer con ellas un deseo despreciando inminentes peligros". 
Con arreglo a la muy cristiana idea del Pecado Original, "los niños heredan la enfermedad de sus padres o la adquieren en el pecho de la nodriza". Llegados aquí, la viajera francesa se extiende en detalles sobre la vida galante de los españoles que derivan, con más fantasía que otra cosa, hacia los pastos y bosques de Frigia y Tracia, donde ninfas y sátiros daban rienda suelta a sus pasiones semibestiales.

Aparecen de nuevo las tapadas, pero con una intención muy diferente. Aquí, el envoltorio sirve para esconderse de la virtud, no para darle refugio. Cuenta la D'Aulnoy la historia de una tapada de medio ojo, mujeres que, sin ser busconas de oficio, caminaban por las calles en busca de aventuras galantes con la sola guía de su ojo izquierdo...


... Una esposa que sospecha de su marido lo sigue con discreción y paciencia y se hace con sus rutinas. Un buen día lo espera en una calleja penumbrosa, oculta tras sus ropones de tapada de medio ojo ; lo requiebra al pasar y él, retorciéndose coqueto un cabo del mostacho, entra al trapo y la sigue hasta un figón donde ella ha apalabrado un cuarto. Sin desembozarse, hacen el amor con total ignorancia masculina de la identidad de ella. No ver el rostro de su amante enardece de tal modo al galán, que llega a prometerle el oro y el moro. Y la tapada entonces le contesta: "Nada que no me corresponda". El espantado rijoso se dio cuenta ahí mismo de con quién se las tiene, pero, corrido de vergüenza, se cala el chambergo, se ajusta la espada y si te he visto, no me acuerdo. Y en casa, aquí paz y después gloria. El uso de tal envoltorio fue prohibido hasta tres veces en un siglo, muestra clara de que las damas no hicieron ningún caso a los bandos.

También cuenta la francesa que eran tan corrientes la ninfomanía y la satiriasis de los españoles que se prestaban las casas con toda generosidad. Si un caballero se encontraba con una tapada de medio ojo dispuesta a un aquí te pillo, aquí te mato, llamaba a la primera puerta que encontraba y le pedía al dueño una estancia para "tener una conversación" con la dama. Y habría sido motivo para cruzar espadas que el amo de la casa se hubiese negado. Los críticos de la D'Aulnoy afirman que esta fue una de las muchas bromas que sus anfitriones españoles le gastaron durante su viaje, pero lo cierto es que Madrid era, a pesar de la Contrarreforma, una ciudad bastante despendolada.

Cierro esta entrada con una reflexión de madame D'Aulnoy que asocia sus entretenidas anotaciones sobre España con una tragedia actual. Nos devuelve la viajera al tópico apasionamiento de los amores hispanos: "Su amor es siempre furioso y las mujeres encuentran sus mayores goces en las torturas que tan absurdo amor les proporciona; y aman a riesgo de sufrir grandes peligros". Y eso era porque a ellos "una sospecha les basta para herir de muerte a su esposa o a su manceba". Muy lejos de huir de semejante amenaza, la española se adentraba a pecho descubierto en el abismo del maltrato:
"Prefieren esos arrebatos que ver a sus amantes insensibles ante una sospecha de infidelidad, pues la desesperación es una prueba inequívoca del cariño apasionado. Y cuando ellas aman no son más comedidas que sus amantes, contra los que proyectan y ejecutan venganzas cada vez que alguno los abandona sin motivo. De modo que los amores apasionados tienen con frecuencia un desenlace funesto".
Hoy, como ayer, a cualquier cosa le llamamos "amor".



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